La muerte del niño avilesino en diciembre enero de 2005 con aprobación judicial cuyo único delito fue ser hijo de una deficiente, nos pone en marcha para que no haya más asesinatos.
Defendemos también una mayor formación
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Cuando tenía 18 años, Patricia acudió a una fiesta y cuando comenzó a sentirse mal, en seguida sospechó que la bebida podía estar drogada. Uno de los chicos se ofreció a llevarla a su casa. Ella, mareada y confundida, aceptó. Y entonces comenzó su pesadilla: «En el momento en el que me di cuenta de que ese chico iba a violarme, me sentí totalmente aterrorizada. Recuerdo que lloré y recé durante todo aquel calvario». Patricia volvió en sí justo a tiempo para darse cuenta de que iba a ser violada por segunda vez.
La pesadilla que sufrió se alargó e intensificó por las acusaciones de sus amigas y la vergüenza de su familia. Dos meses después, una amiga la llevó hasta el Centro de Planificación Familiar: «Simplemente estar allí era humillante. Era tan impersonal y tan frío...», relata. «Dos “asesoras” me informaron de que el test había dado positivo, y entonces les conté que había sido violada». Ellas, sin perder un instante, le presentaron un panorama bastante disuasorio: «O continuar con el embarazo y enfrentarse a las tremendas cargas de criar a un hijo sola, a los 18 años, añadido al estigma de cargar con el hijo de un violador, y que posiblemente tenga severas discapacidades, o pasar por una intervención médica, segura y sin dolor» que le permitiría «dejar atrás la pesadilla de la violación». Patricia aceptó abortar y dos días después estaba llorando en una silla ginecológica, mientras se sentía casi tan humillada como en la agresión sexual. «En mi opinión, el aborto sólo agrava el trauma y el dolor de una violación», reflexiona quince años después.
Éste es uno de los testimonios que aparecen en «Victims and Victors» (Acorn Books Springfield).
La Razón